Cristo fue virgen, nacido de Madre virgen. Su doctrina sobre la virginidad
es explícita. Ya desde los comienzos de la Iglesia, junto a los apóstoles,
hubo mujeres que se propusieron seguir a Cristo con más libertad e imitarlo
más de cerca, y cada una a su manera llevaron una vida consagrada a Dios.
(Cf. P. C. 1)
Allí surgieron en los comienzos de la
Iglesia, con el esplendor de sus virtudes y con la actividad de su apostolado. Su máxima
gloria era amar a Cristo con todo su ser virginal, dedicándole su vida entera.
Ellas, junto con los mártires, (muchas
también lo fueron) fueron el testimonio irradiante de la vida de Cristo en el mundo, el
reflejo más claro de su vida y la manifestación maravillosa de su Espíritu. Eran
la expresión viva de la fe y el testimonio luminoso de la vida futura.
Hoy la Iglesia Católica restaura
aquel rito solemne, de la Consagración de Vírgenes, y es sin duda uno de los tesoros
más preciosos dejados como herencia a la Iglesia por su Fundador. (Cf S. Virginitas, 1).